En el contexto histórico actual, de sociedades globalizadas, multiculturales, con constante movilidad de las personas y de relaciones en red, existen retos como el afianzamiento de los derechos democráticos y de participación ciudadana y el respeto a la diversidad y a los derechos culturales.

Quizá a esas citas de comienzo podríamos anteceder la cita del epigrama de Marcial que aparece en el famoso Retrato de Giovanna Tornabuoni del Museo Nacional Thyssen Bornemisza de Madrid o aquella en la que Marcel Proust nos cuenta que el arte de descubrir no consiste en encontrar nuevas tierras, contemplar las que conocemos con nuevos ojos. Cualquiera de ellas nos habla de visiones y más aún, de visionarios. Nos hablan de lo invisible y nos hablan del arte de transformarlo, de darle un cuerpo una realidad de presencia.

Es difícil entender una comunidad en la que no se cuenta con el otro, en la que se le ignora, se le hace invisible y en la que se vive en compartimentos estancos. La escena callejera de Grosz pintada en el, para los alemanes duro periodo de entreguerras, nos muestra una ciudad de caricatura, gris, fea, deforme pero mediocre, donde el único habitante que tiene un ojo es una persona con amputaciones y lesiones de guerra que necesita de su comunidad para sobrevivir con dignidad, cuando uno se acerca a mirar a los paseantes que ignoran a ese hombre, descubre que están pintados sin ojos. Ese habito de no ver al otro, de no entenderlo como parte de uno, es una metáfora perfecta para entender lo que vino luego, lo que siempre puede llegar. Lo que ya está y no queremos ver.

A veces se juega con la idea del arte como un espejo, quizá ahora más necesario que nunca, o quizá sólo necesario porque es nuestro tiempo y no tenemos otro. Sea como sea, la realidad es que nos urge abrir los ojos, tener visiones, contemplar las posibilidades y sobre todo mirarnos en los espejos. Ver a los otros, aun más, ver a los invisibles por que como decía Odysseas Elitys si un hombre quiere verse en otro hombre ha de verse. Al enemigo, al extranjero lo vimos en el espejo... Necesitamos ser conscientes de que el arte está hecho por personas y está hecho para otras personas. Que el arte, y claro ejemplo de ello son el teatro, la literatura o la música, sólo vive en presencia de un espectador atento, de un espectador que reflexiona, (esa es la acción del espectador) o de un artista que actúa (la reflexión del artista). Que se ve a sí mismo a través de la huella de otro ser humano. Mientras no hay un espectador, mientras no hay otro ser humano, las obras son un desierto esperando la lluvia. Pura posibilidad, pero en latencia. Y el papel del museo no puede ser bloquear la multiplicidad de lecturas sobre la experiencia en el museo. Si no preparar, abonar y dar independencia al espectador. Tenderle puentes y no levantar fronteras.

A veces, tener un sistema de cobertura social amplio y desarrollado se puede convertir, de manera lamentable, en la mejor garantía para tranquilizar la conciencia de gran parte de la sociedad que lo posee. Para invisibilizar tendemos a especializar, a crear compartimentos asépticos y estancos, a poner un cristal entre nosotros y la realidad a vivir con el temor clínico de que ese cristal se rompa. Quizá ninguna obra nos represente más violentamente de ese modo que la de Damien Hirst. A veces es difícil para los profesionales y más para la gente con la que trabajan extraer su actividad de ese ámbito clínico y no digamos ya reconectarlo a lo comunitario. Por otro lado el arte y los espacios donde habita como los museos son tratados cada vez más como un producto, como un espectáculo en el que lo que preocupa es el número de visitantes. Cada vez va más gente a los Museos y eso es, sin duda, maravilloso. Pero ¿saben realmente por que van? En un mundo como el nuestro, cada vez más y más lleno de ruido visual se corre el riesgo de que los espectadores atraviesen los espacios artísticos en teoría dedicados a la reflexión, la experiencia y el conocimiento como quien pasa por un centro comercial con la sensación de un paseo insustancial y de una obligación cultural hecha. Con el verdadero riesgo de convertir los espacios artísticos en un no lugar. Está claro que lugares como los museos y los centros de arte mantienen su aura y su prestigio y que este se ha democratizado convirtiéndolos en centros de confluencia comunitaria. En verdaderas ágoras públicas. Es el marco perfecto para la visibilización. A pesar de este panorama que se dibuja como en aquella frase del principio de Historia de dos ciudades de Charles Dickens: Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos.

Estamos un momento lleno de oportunidades si abrimos los ojos, si miramos por encima de la valla lo que está haciendo el de al lado y somos conscientes de que él puede poner lo que yo necesito y viceversa. Cada vez somos más conscientes de estar rodeados de esas visiones y visionarios que reclaman un repensar, un reflexionar y una acción que permita abrir nuevas rutas. De visiones teóricas y visiones prácticas. De gente que partiendo de otras disciplinas reclama el mismo cambio y entiende el arte y los recursos culturales como vía de reintegrar a la vida comunitaria partes que le faltaban, gente que Aúna experiencia práctica a sus marcos teóricos y gente que crea Redes de trabajo treansversalizando y creando puentes entre disciplinas aparentemente estancas. Es un trabajo lento, a veces constituido por experiencias pequeñas pero significativas. Aun así, a veces sentimos que las cosas cambian poco y demasiado lentas en los Museos y nos surgen las preguntas: ¿Porque si desde tantos ámbitos tenemos claro y sentimos la necesidad de ese cambio, se ralentiza y se imposibilita tanto?

Fecha de publicación:
12 de Octubre de 2016
Imagen
Alberto Gamoneda

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