Es raro el centro cultural que no mencione la palabra educación entre sus objetivos principales y no ofrezca un mínimo de recursos educativos, aunque sean testimoniales.

La educación suele ser un eje básico en los planes estratégicos de estos espacios, un lugar común, recurrente y que encaja con comodidad en los discursos del universo cultural institucional. Es bueno que sea así: como ciudadana pido a mis instituciones que velen por acercar el conocimiento a las personas también a través de esta educación no formal. Hasta aquí, todo correcto.

Más allá de este discurso, sin embargo, la mayoría de personas que nos dedicamos al ámbito educativo en equipamientos culturales sabemos que, demasiado a menudo, la cantidad de recursos destinados a la educación no suele ser un espejo de la cantidad de veces que esta palabra se menciona en los discursos institucionales. Y la paradoja va mucho más allá de una falta de recursos económicos y humanos endémica en el sector cultural: los departamentos educativos suelen navegar a contracorriente entre inercias institucionales que tienden a la compartimentación de funciones y a la construcción de discursos monolíticos. En pocas palabras: a menudo el ámbito educativo a los centros culturales es tan imprescindible en la forma como incómodo en el fondo. 

Y es que, más allá de la crisis permanente en que el ámbito educativo vive inmerso y que casi se ha convertido en status quo , más allá de la reclamación necesaria de recursos económicos suficientes para desarrollar nuestro trabajo, lo que también nos hace falta a los departamentos de educación de muchas instituciones es capacidad de movimiento. Y es que, en un ámbito con un potencial inherente de transformación social tan excepcional como menospreciado a la hora de verter recursos, la transversalidad bien entendida y la libertad de experimentación son fundamentales. Por suerte, son cada vez más los equipamientos que hacen una apuesta abierta por propuestas que rompen el modelo vertical de transmisión de conocimientos, por ejemplo integrando el público como co-creador de los proyectos, pero la inmensa mayoría aún no se atreve o no tiene capacidad estructural y/o económica o, simplemente, no quiere. El resultado de estas variables a menudo se traduce en profesionales moviéndose en los márgenes de sus instituciones, aprovechando resquicios para sacar adelante propuestas que en otros contextos no representarían ninguna ruptura, pero que significan pequeños triunfos en el suyo, desmontando pieza a pieza una concepción de la cultura que ya ha quedado obsoleta.

Son estas profesionales -el ámbito educativo es mayoritariamente femenino siempre que no hablamos de cargos directivos- las que llevan adelante propuestas con poca repercusión mediática y poco valoradas dentro del propio centro y, además, que incurren en un pecado imperdonable para nuestros tiempos: ser acciones difícilmente medibles y, por tanto, poco susceptibles de ser rentabilizadas a corto plazo. Suelen ser sin embargo, propuestas de un altísimo valor intrínseco a nivel humano y social: tejen red y trabajan para romper las barreras invisibles que impiden que una institución cultural se convierta en una herramienta para toda una comunidad, y no sólo para un público específico de un nivel económico y social muy concreto. Y lo suelen llevar a cabo con la complicidad y la ayuda de muchas otros profesionales de la educación formal, que dedican muchos más esfuerzos de los que pediría el cumplimiento estricto de su trabajo para realizar proyectos y salidas que incorporen los recursos que estos equipamientos culturales ofrecen. Son la red imprescindible, también sin recursos suficientes, también mayoritariamente femenina, también con una repercusión menospreciada y poco cuantificable.

Y es que a veces parece que todavía no se ha entendido que para que las instituciones culturales se conviertan en una herramienta para la ciudadanía hay que contar con ella, y preguntar, y acercarse y dejarse cuestionar (hace unos meses Agnieszka Wisniewski publicaba este artículo en este sentido). No se trata de ser meros centros transmisores de conocimiento desde un solo registro, hay que ser un recurso más para favorecer un acercamiento activo de todas las personas que lo deseen, hay que buscar, hay que escuchar, hay que hacer real el discurso. 

Y hacerlo empieza por escuchar a las gestoras culturales, educadoras y técnicas que trabajan en los servicios educativos de las instituciones, empieza por dar recursos humanos y económicos suficientes para favorecer la creación de un equipo estable de mediadoras en condiciones dignas (¿qué sentido tiene si no, definir un proyecto educativo que en último lugar deben realizar personas que no han participado en su configuración? ¿Personas que trabajan para empresas externas a menudo en condiciones precarias?). Comienza por todo ello y, sobre todo, por trabajar con libertad de experimentar, de equivocarse, de cuestionar, de romper inercias,  de evaluar y, al fin y al cabo, de seguir siendo una incomodidad necesaria para seguir avanzando. Necesitamos de manera urgente repensar estructuralmente la educación no formal desde las instituciones, necesitamos, desde la ciudadanía, exigir que este cambio se lleve a cabo. 
 

Fecha de publicación:
10 de Agosto de 2016
Imagen
Noemí Sas Castilleja

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