Cuando, hace ya casi veinte años, comencé mi colaboración en el programa del voluntariado del Museo Thyssen, todavía no había aprendido a mirar.

Mi mirada aún no tenía conciencia. Después, llegaría la necesidad de pedir ese “ayúdame a mirar”. Y comprendí que quienes me ayudarían a aprenderlo serían los "ojos del corazón" con los que, ahora sé, se trabaja en los museos y, por eso, laten.

Hacer mirada juntos y entrar en la actualidad de los museos es hoy lo mismo. “Juntos” significa poner muchos ojos a la vez sobre un mismo objeto, un mismo color, una misma historia o un mismo espacio y dejar que lo que cada mirada ha aprendido y aprehendido pase a las miradas de todos, enriqueciendo nuestro vocabulario emocional.

En el Museo de Historia de Madrid hay una litografía del siglo XIX en la que se ve la ro-tonda del Museo del Prado acogiendo a unos cuantos visitantes, muy pocos, y entre ellos, un niño. Sólo un niño. Detenernos en los detalles de esta estampa es tener una imagen de lo que significaba visitar un museo hasta hace no muchos años. El visitante lo hacía en soledad la mayoría de las veces; solo ante la obra; la obra y él. Imagino el eco de las pisadas en la vacía arquitectura imponente, el leve murmullo de algún comentario, la elegante indumentaria, la seriedad del comportamiento, el niño aburrido en ese lugar mudo y estático. La falta de “arrebato” y de ilusión en la mirada. Estos visitantes no deseaban que les enseñasen a mirar. Y nadie pensaba en descubrir misterios.

Hoy, educada nuestra mirada, el museo se ha convertido en ágora de sentidos y sentimientos. Pero, ¿quién nos ha enseñado a mirar? ¿Por qué nos han “revolucionado” los museos? Que la visita a estos sea convivencia y fuente de energía para el conocimiento, se lo debemos a las prácticas pedagógicas inclusivas que han desarrollado y perfeccionado las áreas de educación cuya labor es ya imprescindible para enseñarnos a mirar.

Así, hemos llegado al logro más fecundo: el visitante convertido en “habitante”. Mi experiencia en el voluntariado así lo dice, pues, si en los primeros años la forma de acercar las obras a los visitantes era, parafraseando a Giner, la de instruir y no educar, preocupada por transmitir unos monolíticos conocimientos académicos, sin embargo, la pedagogía trabajada con los educadores del museo procuró un cambio en mi forma de dialogar con el público. Y aprendí a mirar… Y, ahora, nos enseñamos mirando mutuamente, y las miradas que se integran desdibujan desigualdades, anudan ilusiones, agrandan lo aprendido y unen periferias y centros.

Los museos hoy, como nuevos Proteos, se transforman una y otra vez, preparando experiencias que la mirada espera, una vez que ha aprendido que “la mejor forma de visitar un museo es hacerlo del brazo de un amigo”, lo hagamos acompañados o solos, porque en sus salas siempre habrá acogida, participación y diálogo activo.

Si en todas las cosas esenciales que se pueden hacer, lo primero es seguir y seguir haciendo, en todos nosotros, visitantes y museos, está el reto de contribuir a “repensarlos” con el deseo de seguir y seguir aprendiendo.

Y hacer, así, que la cultura se haga vida.

Fecha de publicación:
11 de Mayo de 2017
Imagen
Begoña Dominguez

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