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Las metodologías para la gestión y la mediación cultural están sufriendo una transformación orgánica.

Esto se debe, por un lado, a la implementación de herramientas digitales en organizaciones y proyectos culturales y, por otro, a los procesos de participación ciudadana que vienen permeando en distintas capas de la sociedad desde el inicio del 15M.

El auge de lo digital, en el marco de la cultura, ha propiciado un trasvase ideológico de las premisas filosóficas propias de la cultura libre que nos ha permitido, desde el punto de vista de la gestión cultural, rescatar y reavivar el concepto del procomún: aquello que existe para el provecho de todos, lo que nos pertenece de forma colectiva pero que, a su vez, no es de nadie. Y que remite a gran parte de nuestras dotaciones y manifestaciones culturales.
 
La gestión de este tipo de bienes, sean materiales o inmateriales, nos obliga a pensar en procesos de participación, de creación y administración colectiva y a poner el foco en los cuidados, que han de realizarse también de forma consensuada y pensando en el equilibrio de la comunidad.
 
Pensar y hacer en común, por tanto, se convierte en una tarea fundamental dentro de las asociadas al mediador cultural. Surgen en este punto varias cuestiones sobre las que conviene reflexionar. ¿Cómo se articula ese trabajo desde la institución? ¿Están las organizaciones culturales estructuralmente preparadas para incluir a la ciudadanía en sus procesos de decisión? ¿Es posible que la sociedad tome la institución cultural? Parece que la respuesta lógica a estas preguntas nos lleva a pensar inevitablemente en el largo plazo y en un cambio radical en el sistema educativo. Pero, ¿qué es lo que podemos hacer desde nuestras posiciones ahora?
 
En primer lugar, estoy convencida de que podemos reformular nuestros formatos culturales. Será difícil porque nos han vendido la idea del “evento cultural”, con su relevancia en medios y su supuesto y positivo impacto económico como la fórmula mágica para la supervivencia del sector. No obstante, algunas voces insisten en que lejos de resistir dignamente, el sector se precariza y malvive con este método. Dejemos entonces de organizar festivales y conferencias como fin y pensemos en ellos como momentos de encuentro y reflexión dentro de programas más ambiciosos y más completos. Aceptemos que trabajar en comunidad requiere de otros ritmos y otros tiempos. Y adaptemos nuestros formatos a ellos.
 
Por otra parte, es interesante pensar en patrones que nos ayuden a tensionar las prácticas de control y distribución de poder que se dan en las instituciones. No para reconquistar espacios y cambiar su programación o línea de actuación durante el tiempo que dure el “triunfo”, sino para dinamitar determinadas prácticas parasitarias que impiden la reflexión y la gestión colectiva de lo que es de todos. Tengamos en cuenta también que actuamos en un escenario nuevo. Adoptemos pues el testeo como método y entendámoslo como punto de partida para cualquier proceso de hackeo.
Finalmente, reconozcamos que lo colectivo es intercambio relacional, de memorias y de experiencias. Trabajemos en ello priorizando la convivencia y los cuidados, teniendo en mente la diferencia entre habitar y utilizar espacios. Pongamos nuestras ideas, opiniones y saber hacer sobre la mesa para actualizar nuestro software cultural. Desarrollemos juntas, porque es la única manera.

Fecha de publicación:
21 de Noviembre de 2016
Imagen
Virginia Diez

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