Puede parecer una obviedad, pero es importante recordar que una casa no tiene por qué ser siempre un hogar. Un hogar no es un objeto ni la suma de los elementos que contienen o la forman.

Un hogar es una especie de almacén de experiencias, un archivo de recuerdos, la memoria de lo que ha sucedido dentro de sus muros. Un hogar, como un museo, tiene mucho que ver con la memoria. Un hogar es una construcción donde las experiencias —la vivida en ese instante y la acumulada— son su materia. Un hogar no es tan solo la casa ni el lugar donde se exponen los recuerdos de nuestros viajes ni esa caja de zapatos llena de fotografías antiguas ni esos fondos de armario donde guardamos aquella ropa pasada de moda de la que nos cuesta tanto desprendernos. Esa materia solo es una parte del hogar y no tiene mucho sentido si no se acompaña de lo que nos deja la convivencia: el compartir, el participar en la vida de otros y el dejar a otros participar en la propia vida. Un museo, al igual que un hogar, debe vivirse para que exista. Es un espacio que para alcanzar su materialidad espacial necesita ser habitado, ocupado corpórea y mentalmente. Y es este carácter espacial y su necesidad de ser habitado para poder existir lo que configura su tradicional concepción topográfica: un territorio articulado por recorridos, itinerarios y caminos; rutas marcadas por el propio museo o por la inercia de lo que como visitantes hemos vivido o nos han enseñado en el pasado. Tránsitos que nos interesan pero que, como educadores, no son para nosotros los más significativos.

Porque el museo no solo cartografía sus propios espacios, mentales o físicos. Sus itinerancias. El museo cartografía cuestiones tan importantes como el pasado y/o el presente. El museo cartografía nuestras inquietudes como sociedad. Crea significados que, a veces, quiere hacernos pasar por verdades. También quienes lo visitan producen significados o los reproducen convertidos en posibilidades de interpretación. Quienes lo recorren o habitan crean narraciones que unas veces refuerzan y otras contradicen los relatos del museo. Es ese mirar poliédrico lo que dota de complejidad y de verdadera riqueza al museo. Es lo que puede convertirlo en un hogar compartido.

Desde el Área de Educación del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza queremos poner en valor los cruces y las plazas que generan ese devenir de cuerpos y mentes, esos espacios donde estar o en los que detenerse. Por eso, en nuestra propuesta educativa cada vez desempeñan un papel menos importante los formatos y métodos que propician que el museo sea solo un lugar de paso, un no-lugar, y en cambio, cada vez adquieren mayor protagonismo los que nos invitan a habitarlo. El «estar» frente al «pasar», el «habitar» frente al «transitar» solo puede producirse si entendemos el museo como hogar.

Un proyecto educativo es un complejo mapa con muchos niveles de interpretación y profundidad. Para nosotros, la educación es un esquema de posibilidades y utopías, no una guía cerrada, programada o pautada. La educación es una cartografía que invita a conectar la historia con el presente; una geodesia que habla de lo geológico como espacio temporal de lo educativo, de la necesidad de tomarse tiempo, de que lo hagan los visitantes y el propio museo. Las educativas son cartografías que deberían invitar o sugerir; cartografías abiertas que no dirigen, mapas orientativos que, como el arte, nos deben permitir seguir soñando.

Y eso es lo que os proponemos: un mapa esbozado y un lugar para habitar. Un mapa para terminar de construir juntos un museo entendido como un hogar en el que compartir.

Fecha de publicación:
25 de Enero de 2024
Imagen
Rufino Marcos

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